La ambivalencia al regresar
- Livi Betancur

- 30 may
- 4 Min. de lectura
Hay viajes que transforman. Que no se cuentan, se sienten. Que te devuelven partes de ti que no sabías que habías perdido. Que te sacan del cuerpo, te quitan el reloj y te regalan la conciencia. Viajes que se te meten en la piel como tatuajes invisibles y que, si los vives de verdad, te hacen volver siendo otra persona.

Hace dos días terminó nuestro viaje de 7 semanas celebrando 25 años de matrimonio. Y lo cerramos en un lugar que parecía un resumen poético de todo lo vivido: un rooftop en el piso 20 de Upperist, en Estambul, desde donde se ven al mismo tiempo las tres puntas que dividen y conectan este lugar del mundo: Asia, la Europa antigua y la Europa nueva.
Una alegoría perfecta para los tres países que visitamos —Japón, China y Turquía—, y también para las tres versiones de nosotros mismos que se encontraron en el camino: la que se fue, la que se transformó, y la que regresa.
Allí, con el viento del Bósforo acariciando el rostro y las luces de la ciudad encendiendo la noche, entendí que los viajes que verdaderamente nos cambian no se terminan cuando se acaba el itinerario… sino cuando logramos narrarlos, agradecerlos, y volver a casa con ellos dentro.

La ambivalencia al regresar
Japón me enseñó la belleza del silencio, la reverencia por lo esencial, la perfección que hay en lo imperfecto y lo lento. Cada detalle allá se honra. Cada gesto tiene un alma.
En China sentí el vértigo de la historia viva, la fuerza de lo colectivo, el ritmo desafiante de ciudades que se reinventan cada segundo.
Y en Turquía, el alma se me llenó de contrastes: el llamado a la oración que resuena entre mezquitas, la magia profunda del Mar Egeo, la mezcla entre oriente y occidente.
Una de las cosas que más disfruto cuando viajo es leer sobre los países que visito. Me gusta viajar con libros que me abran el corazón a los matices, que me permitan comprender desde la ficción lo que los mapas no muestran.
En este viaje leí cinco libros fascinantes. El primero fue “Hay ríos en el cielo” de Elif Shafak y lo leí justo en los vuelos de ida a Japón nuestro primer país. En esta novela, ella entrelaza las vidas de tres personajes a lo largo de distintos períodos históricos, conectados por el poema más antiguo conocido: la Epopeya de Gilgamesh.
Hay una frase que subrayé en silencio: “El agua recuerda. Son los humanos quienes olvidan.” Y pensé:
Quizás el alma también es como el agua. Necesita tiempo, quietud y rituales para recordar. Para que lo vivido no se evapore, sino que se filtre lento en la vida cotidiana. Así me sentí al volver.
Sentí alegría. Muchas ganas de ver a todos los seres queridos que dejé. Pero también sentí ambivalencia —palabra que viene del latín ambi (“ambos”) y valentia (“fuerza”)—, esa mezcla de emociones opuestas coexistiendo.
Estaba feliz… pero con miedo. Miedo no a lo que encontraría, sino a no ser capaz de sostener lo que descubrí. Miedo a traicionarme a mí misma. A que el ritmo del mundo me arrastre de nuevo. A que esos espacios sagrados que construimos con mi esposo —las caminatas lentas, los desayunos sin celular, los silencios sin culpa, el reencuentro profundo— se disuelvan en la rutina.
Y al mismo tiempo, hay una emoción que me desborda: la dicha de saber que Isabella estaba en Colombia. Que después de meses separados, volveríamos a abrazarla. A olerla. A mirarla a los ojos con calma. Ese momento, solo imaginarlo, era como volver al hogar antes de pisarlo. Volver a verla, sentirla y reír juntas… también me rompía un poco por dentro. Porque no solo regresaba a mi país, también volvía a mi maternidad más profunda. A esa parte de mí que late más fuerte que todo.
Y entonces, vino a mí otro pensamiento:
“No es malo que cueste reconectarse. Es una señal hermosa. Significa que estuviste presente, que te transformaste, que ya no eres la misma. Que no vas a volver al automático. Que ahora sabes lo que es vivir con el cuerpo despierto y el alma en calma. Que el miedo no viene por debilidad, sino porque has hecho un pacto contigo misma. Y con quienes amas”.
Hoy, dos días después de regresar, tengo nuevos compromisos. Con mi energía. Con el ritmo en el que quiero vivir. Con la manera en que quiero seguir amando lo que hago, pero sin sacrificar lo que soy. Quiero poder trabajar con propósito sin perder la risa. Lograr sin dejar de mirar el cielo. Servir sin dejar de respirar. Vivir en lo simple sin soltar lo grande.
Y si tú también has regresado alguna vez de un viaje, de una pausa, de una conversación, de un retiro, de una transformación interior… y has sentido miedo de perder lo que encontraste, quiero invitarte a hacer un pequeño ritual:
Antes de dormir, pon las manos sobre el pecho y respira profundo.
Recuerda un instante del viaje —o del momento transformador que viviste— que te haya hecho sentir completamente tú, y luego, pregúntate con honestidad:
✨¿Qué sentí al regresar?
✨¿Qué parte de mí descubrí en este viaje que quiero conservar?
✨¿Qué me da miedo retomar?
Porque volver también puede ser una decisión. Volver con intención. Volver con conciencia. Volver sin rendirse a lo de siempre. Volver distinta. Volver viva.
Carlos Eduardo y yo hicimos un acuerdo para ayudarnos a mantener vivos los descubrimientos. Definimos juntos qué espacios y tiempos serán sagrados para nuestra conexión, acordamos cómo cuidarlos y qué señales nos daremos si notamos que la rutina nos arrastra, o si alguno de los dos vuelve a estar más acelerado o ansioso.
Y por eso, hoy te quiero invitar a ti a hacer lo mismo, en tu propia forma:
1️⃣ ¿Qué ritual, espacio o hábito puedes crear para anclar ese compromiso contigo en el día a día?
(Una caminata semanal, una hora sin celular, un desayuno sagrado, un momento contigo.)
2️⃣ ¿Con quién podrías hacer un acuerdo como el nuestro?
(Para acompañarse, recordarse, y generar alertas si la velocidad empieza a ganarle a la presencia.)
A veces, solo se trata de que alguien te diga a tiempo:
“Estás dejándote atrapar. Regresa”
Un abrazo,





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