¿Qué haces con tu rabia?
- Livi Betancur

- 21 jul
- 5 Min. de lectura
¿La ignoras? ¿La escondes? ¿La disfrazas de amabilidad?
¿La acumulas hasta que explota… o simplemente huyes de ella?
Yo aprendí a huir de la rabia desde muy pequeña. No porque me enseñaran a guardarla sino porque sentía que esa emoción podía hacerle daño a otros, porque era fuerza pura y no sabía cómo dominarla.
Cuando me certifiqué como coach ontológica en el ACP 2009, con Julio Olalla y el equipo de Newfield, estaba convencida de que ya había hecho el duelo por la muerte de mi papá. Pensaba que estaba todo sanado. Pero la formación no comienza enseñándote técnicas para ayudar a otros, sino invitándote a tener conversaciones contigo mismo, a sanar tus propias heridas para poder acompañar a otros.
Y llegó el día que solté la rabia que tenía guardada...
Durante la certificación, mi coach principal y mi grupo íntimo organizaron un espacio especial. Ellos sabían que yo decía con total convicción que no sentía rabia. Pero también sabían que el cuerpo guarda lo que la mente cree haber superado.
Me ofrecieron una almohada. No fue una imposición, fue un acto amoroso. Y no estuve sola: ellos también tomaron sus almohadas, conectaron con sus propias rabias, sus duelos, sus heridas. Fue un momento profundamente humano. Un ritual íntimo, valiente, y lleno de cuidado.
Al principio no pude. Tenía la almohada en las manos y el cuerpo rígido.
Me sentía tonta. ¿Qué iba a hacer con eso? ¿Golpearla? ¿Gritar? ¿Llorar?
Pero cuando cerré los ojos… apareció la Livi de 18 años. La que perdió a su papá en un acto de violencia absurda.
Mi papá murió en la bomba que Pablo Escobar puso en un avión. No fue una muerte natural. No fue algo que pudiera aceptar con facilidad. Fue un arrebato. Una injusticia. Un vacío lleno de rabia que yo no sabía cómo nombrar.
Y entonces pasó: la rabia salió como un río contenido por años. Golpeé. Lloré. Grité. Dije lo que jamás había dicho. Me enojé con la vida. Con Dios. Con el país. Con el terrorismo. Incluso con mi papá… porque ya no estaba. Porque no pudo quedarse. Porque no me preguntaron si yo estaba lista.
Sentí fuego en el pecho. El cuerpo temblaba. Y luego… una paz rara, honda, necesaria, como si por fin hubiera soltado una carga que había llevado por demasiado tiempo, sin saber que aún pesaba tanto.

Ese día entendí que la rabia no es enemiga, es una puerta que protegía el dolor que no me había atrevido a mirar. Y cuando me atreví a abrirla… detrás estaba la verdad. Estaba yo.
Sentí que esa jovencita que había huido de esa emoción durante años por fin podía hablar y ser escuchada. No fue destrucción. Fue transformación.
Y como pasa con las emociones que no se reprimen sino que se integran… la rabia volvió a visitarme esta semana.
No una, sino varias veces, y quiero compartir contigo dos situaciones:
Primero, en una situación profesional: un conflicto con un proveedor que venía acumulándose.
A pesar de todo lo que hacíamos con transparencia y buena fe, el proveedor seguía abusando de nuestra confianza. Y sentí que era el momento. Esta vez no huí. Le di paso a la rabia, de forma consciente.
Le dije al equipo “no más”. Les expresé todo lo que estaba sintiendo.
Incluso afirmé algo que muchos pensaban pero no se habían atrevido a decir. Fue liberador.
Puse límites, redibujé acuerdos, decidimos nuevas reglas de juego. Y lo más importante: usamos la emoción para dar paso a la acción y hacerlo desde ese “no más”.
La segunda situación fue más íntima... Una charla con mi hija.
Habíamos acordado una cita para almorzar juntas, un momento que me hacía mucha ilusión y que yo le recordé varias veces. Ella lo olvidó. Y cuando se lo recordé, me habló con un tono alto de voz, diciéndome que no podía comprometerse a llegar.
Sentí rabia. Y me permití sentirla. Le dije lo que me pasaba. Le conté que me parecía injusto, y que me dolía que hubiera olvidado algo que era importante para mí.
Me di cuenta de algo aún más profundo: durante mucho tiempo he estado en función de sus necesidades, incluso a costa de las mías, y no había puesto límites claros. Decírselo, sin reproche, pero con verdad, fue revelador. Para ella. Y para mí.

“Rabia” viene del latín rabies, que significa furor, arrebato, locura. Está conectada con la raíz indoeuropea rab-, que expresa descontrol o agitación. Y sí, así se siente.
Pero no es enemiga.
La rabia no viene a arrasar, viene a mostrarte que algo te importa, que algo te duele, que algo necesita un “hasta aquí”. Desde la ontología del lenguaje, la rabia aparece cuando sentimos que se ha vulnerado un valor fundamental. No aparece por capricho. Aparece porque hay algo que proteger: tu dignidad, tu voz, tus límites, tus creencias.
La rabia es esa emoción que nos permite decir “no más”. Que protege. Que enciende la fuerza. Que abre camino. Por eso, cuando la negamos, nos desconectamos de nuestra capacidad de elegir, y cuando la escuchamos, nos volvemos conscientes de lo que queremos transformar.
La rabia bien canalizada no destruye. Resignifica.
La rabia no es lo opuesto al amor. Muchas veces es su guardiana silenciosa.
La que protege lo que valoramos. La que grita cuando algo no está bien.
La que nos recuerda que merecemos respeto, dignidad, presencia.
Callarla no es sinónimo de fortaleza. Por el contrario, puede ser el camino hacia la desconexión con uno mismo. Y esa desconexión duele más que la emoción que evitamos.
Esta semana entendí —otra vez— que la rabia es una señal de vida.
No solo porque te sacude, sino porque te ubica. Te señala el límite, el deseo, el cambio. Y cuando la escuchas, sin miedo, sin culpa, sin violencia, te devuelve la posibilidad de elegir de nuevo.
Por eso, más que controlarla, reprimirla o disfrazarla, te invito a reconocerla, sostenerla y transformarla.
¡Regálate el permiso de sentir la rabia!
Te propongo este sencillo ejercicio:
Recuerda una situación en la que sentiste rabia, aunque la hayas querido evitar.
1️⃣ Escribe: ¿qué valor estaba siendo vulnerado? ¿Qué parte de ti se sintió ignorada o traicionada?
2️⃣ Busca un lugar privado. Toma una almohada, pon música si lo necesitas, y permítete soltar esa emoción con el cuerpo y con palabras.
3️⃣ Respira profundo. Agradece lo que esa rabia vino a mostrarte.
Al terminar, pregúntate:
¿Qué límite necesito poner? ¿Qué decisión valiente nace de esta emoción?
Recuerda:
La rabia no es lo que te rompe. Es lo que te recuerda tu fuerza.
Es fuego, sí… pero también es luz. Y a veces, solo cuando te atreves a sentirla, puedes empezar a sanar...
¿Estás listo para escuchar tu rabia?
Para cerrar, te comparto este episodio de ADN Transformador con la entrevista a Julio Olalla, mi maestro de Coaching Ontológico, compartiéndonos su mirada sobre el ser Agentes de Transformación en el mundo.
¡Un fuerte abrazo!





Comentarios